lunes, 6 de julio de 2009

LAS HUELLAS DEL DELIRIO (Libro en proceso de publicación)

PRÓLOGO

Por el desierto de lo real siempre…

[La posguerra] produce un tránsito espacio-temporal […] una novela con su propio cronotopo: el tiempo de la búsqueda en la ciudad caótica. MAC


Mientras el auge de la crítica cultural anglosajona nace y muere con la guerra civil salvadoreña, en el país su diversidad surge impetuosa con los Acuerdos de Paz (1992). No se trata sólo de un desfase entre la manera en que el norte entiende el centro —se apropia del conflicto bélico para consumos académicos de izquierda— y el centro se percibe a sí mismo. Existe falta de diálogo entre productores culturales situados en esferas nacionalistas dispares. La globalidad levanta muros fronterizos intelectuales, a semejanza de los de hierro y concreto.

Hacia el norte, hay una cosificación extrema de lo que se comprende como objeto, carente de “intersubjetividad carnal”. Faltaría que la crítica testimonial estadounidense —entusiasta ante la voz del Otro— lo encontrara no sólo en la letra de novelas. Si fuese saber riguroso, se exigiría un cara a cara con destinos existenciales y cotidianos disímiles. Entretanto, se define como antropología de gabinete —teoría sin práctica— sin trabajo de campo ni programa de investigación hacia el futuro. La conveniencia hipotética ordena que es innecesario “ir a la montaña”; “la montaña viene” a mí bajo cubierta de testimonio.

Para El Salvador, sin rigor etnográfico, la crítica testimonial no consulta testimoniantes en persona. Privilegia lo textual y remoto sobre la vivencia conjunta en el lugar de los hechos. Es re-presentación letrada sin habeas corpus. Por la verdadera historia de un libro, el investigador extranjero se preserva de todo trauma que le ocasionaría enfrentarse a lo extraño. En inglés se le llama alien porque su simple contacto sensorial aliena. Aliena la relación directa con el Otro. La crítica testimonial teme los “close encounters of the third kind”.

El desdén por la humanidad corporal del Otro sucede fuera de todo carácter heurístico que asegure la validez científica de una teoría. Nos negamos a discutir cómo enjuiciar una presunción —crítica testimonial— incapaz de predecir la disolución de su objeto y el nuevo rumbo radical que recobra la producción cultural salvadoreña luego de los Acuerdos de Paz (1992), ahora casi a su mayoría de edad.

La crítica testimonial no genera nuevas explicaciones de los imaginarios poéticos, ni anticipa horizontes sociales anónimos que brotan debido a cambios políticos “imprevistos”. En su añoranza revolucionaria —“huerística degenerante”— hace caso omiso de la presencia y obstaculiza la observación de nuevos fenómenos culturales. Fin de la guerra, “paz” y disolución del testimonio son conceptos problemáticos que falsifican la teoría. Pero basta un calificativo mordaz para degradar la producción narrativa nacional: novela “(neo)conservadora” de la posguerra.

Para los unos, el testimonio —palabra del pueblo hecha novela— marca el espacio literario centroamericano. Para los otros el epicentro se trastoca desde el momento en el cual la revolución deja de ser programa político. Se convierte en artefacto arqueológico digno de museos pero garante de poder académico. Utensilio cozy and warm ya que la izquierda política —no académica— desiste de toda radicalidad al firmar la paz y volverse partido dentro de una democracia electoral. La antigua consigna “¡revolución o muerte!” muestra su única resolución posible, cual lo anticipa el psicoanálisis lacaniano: la Muerte. El silencio testimonial ante el tabú de lo trágico —las iniciales R. D.— hacen esta fórmula más nuestra.

La reseña crítica salvadoreña germina de las cenizas de su homólogo metropolitano. Mientras unos invocan al héroe guerrillero mítico y al luchador por los derechos humanos —sin tacha ni deseo, asexuado y ecuánime— los otros enfrentan descaro, corrupción, violencia doméstica y urbana, sexo desaforado, migración ilegal hacia el “imperio” y resquebrajamiento social como hechos cotidianos. Viven en carne propia no una verdad prístina —la del testimonio— sino conviven con la mentira como vía real hacia el rescate de mínimas hilachas de una verdad alejada y enmohecida. Al “decaer la militancia”, “ceder la censura”, la imaginación toma el poder pero en un mundo atenuado y light. Se hace posible escribir ficción.

Por mi parte, en la frontera de los opuestos que se reúnen, declaro que la luz cegadora de la presencia me prohíbe observar “el desierto de lo real”. Carezco del privilegio de contemplar la verdad sin disimulo. En mi claustro, lo único cierto es el des-cierto infinito. Lo único cierto es lo in-cierto, el de-sierto estéril que se multiplica sin cese. Desde este margen solitario en el cual el centro errático rasguña el norte consumista —viceversa, el comercio boreal abarrota el medio publicitario— escribo sobre la desertización de lo real. Me absorbe la realidad del páramo. As “The Hanged Man. Fear death by water [near La Cihuanaba]. I see crowds of people, walking round in a ring” (Eliot).
II
Llega a mis manos Las huellas del delirio. La novela salvadoreña en el periodo de posguerra de Mauricio Aguilar Ciciliano. Se trata de la primera investigación exhaustiva sobre la novela postestimonial que la convención en boga se niega a leer. Al menos, la política de la traducción estadounidense desaconseja su lectura. Salvo al reconocido ex-testimonialista Manlio Argueta y a Mario Bencastro, radicado en EEUU, ninguna otra obra merece traducción a lengua inglesa. La literatura de la posguerra casi no existe al norte del Río Bravo.

El enfoque de Aguilar Ciciliano responde a exigencias de una sociología de la literatura. El autor muestra un celo extremo por descubrir la realidad factual del objeto que estudia, al igual que por entablar un diálogo con escritores vivos. Más que elegir un corpus restringido —las novelas que ilustran la teoría a la moda— recopila la totalidad de las publicaciones narrativas durante la década de 1992-2002. Para este decenio, rastrea un corpus global de cuarenta y una novelas.

El investigador demuestra que a “la exiguidad de la novela” durante los ochenta corresponde un incremento exhorbitante en la posguerra. Por este balance supera estéticas subjetivas que sólo reconocen como “hecho-novela” aquellos escritos que se acomodan a teorías preconcebidas o a rigores poéticos formales. En el horizonte límite de los estudios culturales anglosajones, la estética opera como pseudo-ciencia biológica.

Sólo los frutos hermosos —los comprometidos— se clasifican como tal: “este mango no es una anacardiácea ya que no es exquisito ni responde a mi posición política ni estética”. En expresiones subjetivas en boga, “este libro no es una “novela” porque no está bien escrito. No milita en la izquierda/derecha radical”. “Esto no es testimonio”, por tanto lo excluimos de lo que define la identidad salvadoreña. Desde una perspectiva sociológica estricta, la exigencia sería interrogar la totalidad de la novelística salvadoreña, en lugar de seleccionar sólo las obras pertinentes que ilustran teorías con alto valor de cambio.

En espejeo a una enseñanza borgeana —“Tema del traidor y del héroe”— cuanto más se descalifica la nueva novela por su índole “neoconservadora”, tanto más se enaltece la posición radical del crítico testimonial que rechaza su auge y lectura. En términos menos literarios —cercanos a la convención hegemónica del paper— «el estudio de las “literaturas del tercer mundo” en los EEUU explica más el estatuto de la institución literaria [angloamericana] que los procesos culturales bajo la rúbrica del “tercer mundo”» (Silvia L. López, “National Culture, Globalization, and the Case of Post-War El Salvador”, 2004: 82). “Yo es Otro”. El Otro es excusa para hablar del Yo…
III
El trabajo de Aguilar Ciciliano se divide en una introducción, cinco capítulos medulares y una recapitulación conclusiva. El objetivo central indaga la manera en que la ficción se ofrece como el mejor laboratorio para explicar los cambios que sufre el “imaginario social” de una nacionalidad en “transición”. Más que “ficticia”, la novela despliega la imaginación histórica de una comunidad. Los relatos novelescos no se oponen a la historia. Por lo contrario, su propia narración se define como una modalidad de la historiografía, literalmente, de la escritura de la historia. En asombrosa identidad de los opuestos, historia y ficción —poética e historia— son hermanas complementarias, pero enemigas que se desconocen.

El capítulo primero analiza cuatro rasgos que caracterizan el período de la posguerra. Estos rubros son un nuevo escenario político en el cual la izquierda se vuelve partido y la derecha logra una sólida alianza que la mantiene en el poder; una diversificación y globalización de la violencia que de lo político se transforma hacia robos, extorsión, esfera privada, sexualidad; la consolidación de un modelo liberal de apertura hacia el mercado libre, así como la creciente migración —del campo a la ciudad, del país a EEUU— y la fragmentación del tejido social. Existe una admirable consonancia entre “hecho” social y “hechizo” novelesco, como si de nuevo historia y poética fuesen esferas que se retroalimentan pero se ignoran.

El capítulo segundo estudia cómo se disipa la esperanza de paz hasta volverse desengaño, cultura de la violencia e inestabilidad. Bajo el “nuevo escenario político del arenato” —de un partido único al poder— es necesario reciclar los moldes literarios arcaicos. El testimonio y la poesía de protesta caen en desuso. De sus cenizas ilustres, surge una nueva mimesis —“nuevo espacio literario”— en el cual circulan personajes inéditos en un mundo urbano, moderno y caótico. Aguilar Ciciliano anota un incremento en la “producción de novelas sin precedente en la historia del país”, una “eclosión de la crítica” literaria y cultural, al igual que de congresos y coloquios internacionales.

Luego de revisar exhaustivamente los estudios críticos, descubre que ruptura con la militancia y censura de izquierda libera la imaginación poética de moldes restrictivos y caducos. El cambio lo data de mediados de los ochenta, en plena guerra civil. En ese momento, la narrativa de Horacio Castellanos Moya revela los límites del mito del guerrillero heroico, incluso en su versión feminizada tal cual lo explaya No me agarran viva (1987) de Claribel Alegría. El “testimonio” salvadoreño —la exaltación de figuras guerrilleras o de izquierda— desfallece en el instante preciso en el cual por traducción y comentario se canoniza en EEUU.

Este desfase entre norte y centro lo corrobora la falta de una traducción inglesa de la obra de Castellanos Moya, galardonada con el mismo premio nacional que Un día en la vida (1980) de Manlio Argueta. Si un rigor factual reclamaría contrastar testimonio con su envés disolutivo, otro de orden antropológico requeriría verificar ese “día en la vida” con entrevistas directas a la declarante y sus vecinos. Ambas exigencias siguen ignoradas y pendientes por la tradición letrada de la crítica testimonial.

Los nuevos personajes circulan por un espacio también inédito, la ciudad. Sus apelativos los identifican como “desmovilizados, exiliados, prostitutas, delincuentes, personajes históricos cuya vida privada se hace pública y personajes mediáticos hechos a la medida de la comunicación de masas”. No se trata del hecho de que estos anti-héroes no existiesen antes de los Acuerdos de Paz. Ya imaginaríamos una sociedad angelical que no se reproduzca por sexualidad porque su convención testimonial la cataloga categoría tabú.

Desde el origen de la novela salvadoreña, el campo exhibe el esplendor geográfico exclusivo de toda imaginación narrativa y la lírica disfraza de sortilegio la actividad corporal. La urbe y su marginalidad moderna —tensión biológica y animal de lo humano— son irrepresentables antes de que nos desengañemos del mundo actual. Paradójicamente —ahí vive el escritor— ni la ciudad ni sus habitantes tienen derecho a la (re)presentación antes del desencanto. La imaginación poética —la esfera de lo sensible— posee regulaciones históricas bastante rígidas.

El capítulo tercero explicita la teoría bajtiniana de los cronotopos que el investigador aplica al análisis de la novela. Insiste en la relación íntima entre texto y contexto. Rescata el espacio novelesco del prejuicio que lo concibe como simple ficción para concederle el estatuto de imaginario histórico, al igual que detalla los métodos de una investigación documental y empírica.

El capítulo cuarto estudia los antecedentes analíticos de la actual “eclosión crítica”: Hugo Lindo, Luis Gallegos Valdés, en el país, y Ramón Acevedo en el extranjero. Anota el carácter tardío de la novela salvadoreña, talvez réplica de un nacionalismo también moroso. Hasta la década de los ochenta, “la [mayoría de la] novela salvadoreña se desarrolla bajo el influjo del costumbrismo (o criollismo)”. Tímidamente, hacia los sesenta y setenta —con Claribel Alegría, Roque Dalton y Manlio Argueta— la vanguardia y el modernismo comienzan a hacer mella en la tradición literaria. Asimismo, pese a su romanticismo rezagado, apunta la narrativa marginal de Yolanda Martínez quien traspasa la trama novelesca del campo hacia la ciudad. Su obra —una de las más leídas en el país—permanece irreconocida por desviarse de toda teoría en boga.

El quinto capítulo aborda de lleno el examen de nuevos espacios literarios salvadoreños. Establece el corpus total de las novelas publicadas entre 1992-2002 y se aboca a su estudio minucioso. Con agudo ojo crítico, Aguilar Ciciliano asienta la dificultad de agrupar el corpus novelístico bajo una sola rúbrica. El error clave de la “eclosión crítica” consiste en desconocer la diversidad estética de la nueva novela. Acaso el concepto de eclosión se aplique también a la novelística cuyo verdadero significado sería “heterogeneidad”, disemi-nación y “diáspora” del imaginario historiográfico salvadoreño. La identidad nacional debe pensarse ahora en plural, disgregada en una migración (i)legal sin retorno. El investigador clasifica lo heterogéneo bajo cuatro rubros: renovación del tema histórico, presencia de nuevos ambientes urbanos, novela autobiográfica de corte costumbrista e introspectivo, al igual que intensificación del espacio-tiempo.

De las tres novelas históricas —Tierra de Ricardo Lindo, El libro de los desvaríos de Carlos Castro y Ciudad sin memoria de Tirso Canales— aplaude su cuestionamiento de la historia oficial. Entremezclan historia y ficción hasta volver difusa la frontera entre mito y hecho. Ambas categorías antónimas las unifica el recuerdo. De Tierra defiende el rescate de la voz indígena —“voz de los sin voz” que todo testimonio salvadoreño acalla— y la humanización anti-heroica de Pedro de Alvarado. En El libro de los desvaríos descubre una ironía política hacia la claudicación de la izquierda salvadoreña “durante el proceso de negociación”, como si la única posibilidad revolucionaria fuese aquella que no admite “transacción” incluso al borde de la derrota o suicidio. En Ciudad sin memoria percibe un modelo de izquierda obsoleto que exagera el papel de los círculos intelectuales en el despegue de la lucha revolucionaria de los cincuenta. Su recreación plana de los centros artísticos urbanos aporta, empero, una descripción interesante del auge de un “imaginario democrático”.

Bajo los “nuevos ambientes urbanos” Aguilar Ciciliano estudia a cuatro autores: Castellanos Moya, Waldo Chávez Velasco, Jacinta Escudos y Rafael Menjívar. Su unidad la organiza la violencia como “condición definitoria de la salvadoreñidad”. Al comparar a Castellanos Moya con Chávez Velasco, demuestra que la temática de la violencia recorta y unifica a los más diversos sectores sociales. La acción de un personaje moyeano —Robocop , ex-militar desmovilizado— la imita la alta sociedad. El “crimen organizado” caracteriza a los estratos sociales altos y bajos, los cuales al unísono conforman una tradición nacional de la violencia.

A esta identificación en espejeo —plebe y high life— se añade Menjívar quien descubre “mafias enquistadas en el poder” estatal. La violencia destaca como uno de los mayores productos de exportación y consumo en un mundo globalizado. Por último, en Escudos se marca el paso de lo público hacia lo privado. El cuerpo y la sexualidad son el asiento último de la violencia física. La novelista desconstruye el mito de la madre abnegada y dulce, al igual que describe la familia como centro de opresión. Por vez primera, la mujer revela tabúes ancestrales para todo representación artística y literaria tradicional: su sexualidad frustrada en un mundo que la cosifica.

Por medio de esta temática inédita, la novela contemporánea exhibe documentos idóneos —testimonios, en sentido amplio y sin ideología militante— para rastrear el reciclaje histórico de la violencia. Si la ciencia termodinámica nos enseña que “la violencia no se crea ni se destruye; sólo se transforma”, la novela demuestra la manera en que “la escuela de la guerra” desborda en crimen organizado, pandillas, impunidad, robo, extorsiones, crímenes, opresión familiar, corrupción estatal, sexo desaforado, etc. El sujeto testimonial —inmaculado y sin pecado original— resulta característico de una mitología arcaica revocada.

Manlio Argueta y Francisco Andrés Escobar representan la novela intimista de corte costumbrista. En el primer escritor la vanguardia política de la denuncia testimonial “retrocede” para evocar el recuerdo interior. El retorno del novelista al país significa una vuelta a la infancia, como si el verdadero testimonio culminara siempre en auto-biografía regionalista. Por su parte, Escobar desconstruye el mito oficial sobre Alfredo Espino, el poeta niño, e invoca el poder identitario de la pastoral en un mundo globalizado y a la deriva migratoria ilegal hacia el imperio, antiguo “enemigo”.

Junto a personajes anónimos, la “intensificación del tiempo y el espacio” identifica el auge de nuevos cronotopos: el umbral, el burdel, el apartamento, la oficina, la cervecería. Se trata de espacios citadinos que la tendencia rural de la novela tradicional y del testimonio nunca imaginan como dignos de (re)presentación ni siquiera los juzgan existentes. Si “el umbral” significa el paso de lo público a lo privado —entrada a “la hipocresía del mundo”— el burdel adquiere un carácter central polifacético. Su espacio es “multifuncional”. No señala sólo experiencias sexuales; también se revela como “trampa”, “lugar de descubrimiento” y pérdida de la ingenuidad infantil. A su abrigo se organizan conspiraciones políticas y —desde una ética marxista ortodoxa— se denuncia “al desnudo la degradación moral de la burguesía”, ya que el proletariado se halla exento de toda tentación sexual.

Espacio moderno de habitación, el apartamento “constituye un símbolo de la condición social y económica” de los diversos personajes. A su interior suceden “encuentros, separaciones, idilios y muertes”. Por sus umbrales, conduce la acción hacia la vasta apertura que ofrece la ciudad. Incluso en novelas íntimas de corte costumbrista —Argueta y Escobar— la trama anuncia que el esplendor primigenio del trópico se diluye paulatinamente en una geografía urbana cuyo destino lo consigna “de vez en cuando la muerte”.

El peligro de esta concentración narrativa en lo urbano podría causar el olvido que en El Salvador existen culturas indígenas, campesinas y regionales las cuales poseen una larga tradición literaria que la ciudad hispano-mestiza sigue desconociendo. Ignorarlas significa renegar de la diversidad étnica de lo salvadoreño y acallar voces que reclaman la apertura de un diálogo artístico inédito en el país. Sus obvias implicaciones políticas consistirían en asentar el derecho indígena a la palabra, al igual que a sus territorios ancestrales.
IV
Las huellas del delirio nos incita a revisar mitologías añejas establecidas como teorías sociológicas. Para indagar la manera en que operan sus postulados, debemos contemplar una esfera aledaña —la plástica y la crítica del arte— que ignoran crítica testimonial y estudios culturales. Todo sucede como si el lector de literatura aborreciera color, textura y forma. Parece que abomina pintura y escultura, ciego incurable que sólo lee en alfabeto Bradley. El arte no expresaría visiones contestatarias de la historia. Por el momento, no de otra manera podría explicar el silencio que media entre estudios culturales y plástica. Existe un rechazo a todo diálogo entre palabra e imagen.

Hacia 1994, una excelente muestra de la plástica salvadoreña en EEUU —Art Ander Duress/Arte bajo presión dirigida por­ Marilyn Zetlin— se interroga en qué medida resulta factible construir una sociedad fuera de la órbita capitalista occidental (véanse ilustraciones de Bonilla adjuntas). “¿Podría existir una posible alternativa al capitalismo?”. Por su lucha revolucionaria, El Salvador sería digno ejemplar de ese “brave new world” que se arriesga a salir de “The Matrix/ La matriz”, del “sistema-mundo” que nos rige en este universo de desaliento esperanzado.

A semejanza de la teoría testimonial, la crítica del arte no busca de inmediato la igualdad. Tampoco le interesa descubrir el aburrimiento de lo Mismo, un facsímil globalizado de su propia sociedad. Desdeña un diálogo entre personas situadas en la misma esfera socio-cultural. El motivo recurrente que guía el hallazgo del Otro lo marca el encuentro con una diferencia tan radical que se emparienta con la Muerte. Pero más suspicaz, a diferencia de la crítica testimonial —del «papel del arte como presunta “voz de los sin voz”»— la crítica del arte apunta hacia un nuevo cometido. La novela contemporánea equivaldría al “vehículo de expresión de la duda, del escepticismo que con frecuencia le concede riqueza conceptual al arte”, un desengaño “sin línea de partido” (Zeitlin, 15).

Perplejo ante la existencia de un radicalmente Otro, bajo su simulacro percibo la manera en que crítica testimonial y artística lo inventan por simple proyección de su inconformidad política. El Otro lo forjan a imagen y semejanza de lo Mismo. Se imaginan que la incapacidad de los EEUU por ofrecer un cambio radical se realizaría en un espacio ajeno, en el sitio mismo en el cual la pureza del testimonio nos revela una verdad límpida y sin tacha. En su virtualidad letrada, el Otro despliega el espacio utópico irrealizable del pensamiento académico angloamericano. En su defecto, marca el deseo anglosajón por una actitud bélica guerrillera que muy pocos catedráticos abrazarían en la práctica.

Sin embargo, la ilusión de la Otredad se ve frustrada desde el momento en que la izquierda salvadoreña deserta de su agenda revolucionaria. Se convierte a un modelo electoral no muy distinto del estadounidense. Por su parte, los escritores contribuyen al descalabro de ese espejismo del Otro al renunciar a la pureza y a la convención rural del testimonio. Ya no vinculan poesía con lucha armada, esteriotipo anglosajón del intelectual salvadoreño. En cambio, se dedican a construir una “sociedad civil” a múltiples voces —inaudibles en el testimonio— al igual que a edificar una “esfera pública [literaria] como lugar de negociación de la memoria histórica e identidad” nacional (López, 2004: 86 y 88).

Paulatinamente, la antigua esperanza revolucionaria se disuelve en expectativa por la paz hasta disiparse en desengaño y esterilidad. El Salvador demuestra su afición irrefrenable por continuar bajo la órbita política del “imperio” y su economía dolarizada se vuelve apéndice de Wall Street. Esta sumisión financiera —tan apetecida por el arenato— la anticipa el abandono migratorio de un tercio de la población salvadoreña. El colmo de la frustración lo expresa la abdicación de toda guerra de guerrillas.

La lucha contra el enemigo —contra el “imperialismo yanqui”— la emigración (i)legal la trastoca en alianza laboral. Un treinta por ciento de la población salvadoreña acaba de apóstata al renegar del valor supremo “¡revolución o muerte!”. Desecha la Muerte y elige el “imperio”. En mano de obra barata, apoya a que el “imperio” mismo perdure, a la vez que las remesas hacia el país auxilian la economía política del arenato y —antes de este período— menoscaban el triunfo revolucionario.

Habría que tildar de traidor a todo aquel que no se sacrifique como héroe. Su perjurio lo demuestra el que con cierta holgura se interne al centro de “la matriz”, aun si su condición de “viajero transnacional” exprese nuevas identidades híbridas actuales (Muriel Hasbún). No extraña que —en nombre de la posmodernidad global y mercado libre— se construyan vallas para impedir su ingreso.

En estas nuevas condiciones de desesperanza ante lo trillado —eterna repetición capitalista de lo Mismo— la nueva novela “neoconservadora” se levanta como imaginario historiográfico de una época. El extranjero la juzga tediosa por permutar la causa revolucionaria. Deserta de la Muerte y se une marginal al “imperio” del consumo, al de una “hiperrealidad irreal”. De remate, recobra no lo prescripción teórica en boga —la disolución posmoderna mundial— sino una idea romántica de nación e identidad imaginaria por narrativas ficticias.

A nosotros salvadoreños diseminados —sin continente territorial que nos abarque— nos corresponde revelar lo obvio: el existir de una presencia catastrófica. Reafirmo lo palpable que resulta la desertización de la realidad. No otra trama nos revela Las huellas del delirio. La presencia existe, aun si tan distinta de nuestros valores utópicos nos provoque fastidio, repulsión y desgano. La única esperanza es que este año electoral —en El Salvador y EEUU— se resuelva por el cambio. Mientras tanto ambulo por el des-cierto de lo real siempre…

Ilustraciones:

Antonio Bonilla. “El ángel del trópico”, s/f.
---. “La vía crucis de la niña Florinda”, 1992.
(Zeitlin, 1994)


Rafael Lara-Martínez
Humanidades, Tecnológico de Nuevo México, 20 de febrero de 2008
soter@nmt.edu

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